viernes, 13 de abril de 2012

El rostro bajo el mar

Hay tempestades que no tiene nombre, fuerzas terribles anidadas en el mar que ningún lenguaje humano puede abarcar ni describir y cuya experiencia transforma de por vida a quienes, de algún modo, sobreviven a su encuentro.



 Un horror sin nombre se había apoderado hacía lustros de aquella pequeña villa marinera y paseaba como una espesa niebla invisible bajo la vida cotidiana de sus estrechas calles. Todo marinero que había sobrevivido a la tormenta regresaba sin vida propia, vaciado de todo aquello que fue, y, mudo, ciego y sordo a sus propios sentidos, deambulaba por las calles cómo una horrible marioneta, percibiendo la vida y las pasiones humanas para algo voraz que desde la profundidad abisal lo manejaba mediante finísimas agujas de dolor. Sus ojos, sus bocas, sus gestos, respondían de algún modo extraño a los acontecimientos y sucesos de los días, muertes y nacimientos, tragedias y alegrías, e incluso en ocasiones hacían algún intento vano de comunicación: bocas abriéndose y cerrándose en una agonía de pez recién pescado luchando por emitir algún sonido. Una lejana fatiga se apoderaba pronto de ellos y pasaban el resto del día en el puerto y los acantilados mirando el mar lánguidamente. A veces caminaban sonámbulos durante horas hacia playas olvidadas cuya existencia todo el mundo temía y allí, ya inútiles, de algún modo desaparecían para siempre.





Aquella tarde seguí a tres de ellos. La ola apareció de la misma superficie del mar calmo, como si existiese en su leve resaca otro mar invisible atrapado en la furia y la desesperación de una tormenta eterna. Arrancó a los tres hombres de este mundo de un solo y certero bocado. Al instante me percibió a mi también y se giró a la velocidad de una serpiente como un monstruoso cuello líquido e invertebrado. Durante un instante me contempló indecisa, entonces su boca vibró de forma odiosa y volcándose con todo su empuje  sobre mi, me engulló.




Nunca me había enfrentado a un fantasma como aquél. Entremezclada con el agua oscura de aquellas profundidades una sustancia blanca y translúcida giraba sin cesar en una agonía furiosa, dando forma sin éxito a algo que deseaba ser un rostro humano, una gigantesca cara borrosa y vacía que anhelaba ver, oír, sentir y respirar y que, de algún modo, se había apoderado de los sentidos muertos de cientos de ahogados para  poseer a los vivos y alimentarse de ellos. Utilicé el poder blanco para hacer desaparecer mi propio rostro y  cuando la inmensa pared de roca blanca que lo sostenía apareció ante él, le mostró que su patético intento de vida nunca sería nada, y comprendió. Detuvo su giro con una tristeza infinita y entonces, lentamente, como un animal amaestrado, se dejo absorber. La oscuridad se hizo total y todo lo sepultó en su fondo. Cuando regresé a la playa había anochecido. Sentado en la arena, mientras mi traje se secaba, le mostré la luna y las estrellas.







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